Por: Javier Barbero

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Independientemente de lo que haya ocurrido en el pasado, todos tenemos el poder de transformar el dolor y aprender de la experiencia.

Es habitual escuchar historias de personas que viven esperando a que alguien les pida perdón. También puede que ya hayan asumido que eso nunca ocurrirá, y aun así mantienen ese sentimiento dañino dentro de ellos.

Para llegar a recordar lo sucedido sin que duela, para aceptarlo como una etapa más de este juego de la vida, tenemos que vivir el perdón más como una decisión que como un sentimiento.

Cuando decides perdonar o perdonarte por algo, estás abriendo las puertas de tu propia prisión; estás dejando paso a la liberación que supone deshacerse de un peso enorme que no te deja avanzar.

Lo que a menudo olvidamos es que el verdadero perdón nunca vendrá de fuera, sino que ha de nacer de nosotros mismos. Lo más complicado no es perdonar a otros, sino perdonarnos a nosotros mismos.

Perdonar no significa olvidar lo que ha pasado: en los momentos más dolorosos es precisamente donde mejor nos conocemos. Pero quedarse anclado a ese dolor y rememorarlo con frecuencia no nos ayuda a sanar, sino todo lo contrario: mantiene la herida abierta.

El perdón es un camino unidireccional, de adentro hacia fuera, que no necesita ni siquiera que la otra persona implicada lo sepa. Perdonar no significa reconciliación, ni tampoco exculpar. Perdonar significa dejar ir el dolor.

Perdonar significa soltar la mano al pasado para poder caminar sin lastres hacia el futuro. El perdón no es automático; es un proceso, y como todo proceso necesita un tiempo para ir consolidándose. La decisión de perdonar nos lleva a la experiencia de recordar sin que nos duela.

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