Por: Jazmín Ruiz Díaz
“¿Sos paraguaya? Nunca había conocido alguien de Paraguay antes”. Esta frase es la que escucho a menudo. Residiendo en el extranjero, se vuelve casi inevitable cada vez que me presentan a alguien: ya sea en la universidad, de vacaciones, cuando voy a una cita romántica o tengo una conversación casual con extraños (esta última, cada vez más inusual). La mayoría de las veces, respondo con un amable: “Me dicen eso a menudo”, y el tema no sigue más allá de la obligada cortesía. Pero en otras ocasiones, empiezan las preguntas: ¿Cómo es tu país? ¿Cómo es la gente? ¿El clima? ¿Qué cosas bonitas tiene para visitar? Y simples como suenan, a mí me llevan a cuestionarme muchas cosas.
¿Qué decir de Paraguay? ¿Qué significa para mí ser paraguaya? ¿Son las altas tasas de corrupción, pobreza e inequidad? ¿O es el melodioso sonido del guaraní, el aroma de la flor de coco en navidad y el rito del tereré para aplacar el calor subtropical? ¿Es la deforestación rampante o el recuerdo del patio siempre verde en la casa donde crecí? ¿Es sentirme insegura saliendo a la calle sola por ser mujer, o es la libertad con la que me criaron y que me aventuró a vivir sola en otro continente?
Una amiga una vez me preguntó: “Jazmín, ¿te considerás patriota?” Y mi respuesta instintiva, de académica formada fue: “La patria es una construcción social”. Pero había algo más detrás que no podía terminar de articular. Quería decir muchas cosas… Como que la mayoría de las veces me duele y me da rabia mi país. Que encuentro inconcebible cómo seguimos permitiendo que la clase política actúe impunemente, que los recursos para los hospitales sean saqueados, que hablemos de la garra guaraní cuando expulsamos a las comunidades indígenas de sus territorios, que se hable de “la gloriosa mujer paraguaya” cuando reportamos los niveles más altos de abuso y embarazo infantil, que haya gente que pase hambre en un país que publicita la carne y la soja como su mejor producto for export.
Pero también que, a pesar de eso, siempre me sentí orgullosa de ser paraguaya, aunque es algo que no haya elegido. Porque es el lugar donde nací, crecí y viví gran parte de mi vida. Porque es la nación que comparto con mis padres, hermana y, ahora, mi sobrina. Porque es el lugar a donde, tras el paréntesis de la vida académica, planeo volver, y donde espero (quizás no con la misma convicción de antes), criar una familia a la cual transmitirle los valores que son parte de mi identidad, que al final, no viene de un lugar ni es inmutable; al contrario, está en cambio y evolución constante. Pero no importa a donde vaya, quien soy lo tengo bien claro, y eso va más allá de un pasaporte.
Para mí, ser paraguaya no significa jurarle lealtad a una bandera, sino a la gente. Es un compromiso de que, más allá de donde esté, voy a hacer todo lo posible no solo por salir adelante yo misma, sino en colaborar con la construcción de una sociedad más justa, menos corrupta y más igualitaria (y eso, necesariamente, significa derrumbar estructuras arcaicas). Son muchos los momentos donde me cuestiono si eso será posible, si alcanzaré a ver un Paraguay mejor. Aquel que no pudo ver mi abuelo, desaparecido por la dictadura stronista. Aquel que no pudo ver mi padre, trabajador incansable por la cultura popular paraguaya, en la cual creía fervientemente.
Viendo las últimas noticias, el optimismo se me va apagando; pero a pesar de eso, todavía creo que, al menos, valdría la pena intentarlo. La desesperanza es un arma poderosa para mantenernos oprimidos, al fin y al cabo. Mientras que desde la acción colectiva, es mucho lo que podemos lograr. Al fin y al cabo, de eso se trata hacer patria. Como escribió Rudi Torga, un poeta que tuve la suerte de tener como padre:
"La patria que late en mí es una patria de hermanos, donde se pueda vivir sin temor a los tiranos […]
La patria que late en mí siempre estará progresando, porque ningún ser infeliz se la estará aprovechando […]
La patria que late en mí no tiene privilegiados, todos respiran allí fraternal calor humano."
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