Texto: Jazmín Ruiz Diaz (@min_erre)
Periodista especializada en cultura, género y moda

Así como diciembre es el mes por excelencia para evaluar el año que se termina y planear las metas personales, desde hace unos años, marzo se volvió un mes donde conjugo esa energía de la acción colectiva —que se visibiliza a través de la marcha del #8MPY— con una revisión introspectiva de avances, retrocesos, deconstrucciones y aprendizajes que me han tocado en el último año como mujer que se reconoce feminista. Este ejercicio me parece fundamental porque me ayuda a mantener el espíritu crítico y confrontar la pregunta: ¿Qué significa ser feminista, hoy?
Lo primero que pienso ante este tema es en lo que se me ha cuestionado cuando he intentado hablar de una lucha por la igualdad. Es típico de quienes cuestionan pretender desviar la discusión con argumentos tan básicos como si se puede ser feminista y usar maquillaje o ser feminista y dejar que el hombre pague la cuenta. Al respecto, me parece muy acertado el análisis de Helen Lewis para The Guardian, donde insiste en que necesitamos abrazar el feminismo con todas sus complejidades en vez de reducirlo a una discusión simplista de “pulgares arriba” y “pulgares abajo”.
Y si bien es cierto que no creo que haya una sola respuesta correcta, considero que el momento nos demanda considerar ciertas cuestiones comunes de base, pues para lograr cambios estructurales necesitamos de acciones colectivas y sostenidas en el tiempo. En Paraguay, los niveles de violencia y feminicidio no son temas subjetivos. La indiferencia con que se tratan estos casos, desde lo legal, desde los medios, y desde la sociedad misma, tampoco. Como sostiene Lewis: “El feminismo no es un movimiento de autoayuda, dedicado a que todo el mundo se sienta mejor acerca de su propia vida. Es una demanda radical para derrocar el status quo. A veces tiene que molestar”.
Pero ese aspecto social también está intermediado intrínsecamente por lo personal. Nuestras historias no son las mismas y los modos en los que el machismo ha condicionado nuestra existencia, tampoco. Sin embargo, es cuando compartimos nuestras historias que nos reconocemos en otras mujeres y nos encontramos con luchas similares. Aunque las enfrentemos de formas y con oportunidades o privilegios muy distintos.
Este año, el Paro de Mujeres de Paraguay se levanta contra la precarización laboral de las mujeres trabajadoras. “No sólo ganamos un 30% menos de salario por igual trabajo, sino que dedicamos más del doble de nuestro tiempo al trabajo remunerado que no es reconocido, ni valorado. Eso que llaman amor, es trabajo no remunerado”, empieza el manifiesto. Sabemos que hablar de estos temas en el cotidiano es más complicado de lo que parece. Porque la brecha de género no es una brecha tangible, sino que es prácticamente invisible para quien no la sufre, y a veces, para las mismas mujeres cuando estas están en situaciones más privilegiadas. Por otra parte, está el discurso de que las mujeres, cuando reclamamos, somos “difíciles”, “problemáticas”, “argeles” según la jerga paraguaya. Y este discurso viene funcionando como un mecanismo de control extremadamente eficiente.
Pero a la lucha por disminuir la brecha de inequidad laboral se suma una coyuntura a la que no podemos hacer la vista gorda: El 24 de febrero, los mismos medios que compartían titulares celebrando “la gloriosa mujer paraguaya” se hacían eco de una noticia terrible: Francisca, una niña indígena de 12 años, aparecía muerta en la zona de la terminal… Sus asesinos dejaron el cuerpo adentro de una mochila. Ante tanto horror, ya no podemos callar. Necesitamos enojarnos, salir a las calles a marchar, hacer las preguntas incómodas cuando se minimiza la violencia contra la mujer, responder por nosotras pero también por las demás cuando notamos la injusticia, el machismo, la indiferencia. Ya no basta con estar a favor de la igualdad, necesitamos una actitud de profundo rechazo hacia toda forma de machismo.
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